El relato de una experiencia personal, le da al arribo trunco de Eduardo Racedo a la ciudad un contenido emotivo, si se lo compara con las crónicas periodísticas de la época. Nuevamente, el ejercicio individual de la memoria enriquece nuestra idea del pasado.
Griselda De Paoli / Especial para EL DIARIO
Un diálogo entre Amelia Galetti y Roberto Trevesse, en El pasado que aún no es historia, nos sirve de adecuada introducción.
-Roberto: Pero entonces, en este presente de lo fugaz, de lo efímero, de lo transitorio, ¿por qué detenernos en el conocimiento y comprensión del pasado?
-Amelia: Porque el único reaseguro que tenemos es, precisamente el pasado. Ya que el presente es fugaz, es el instante y, por su parte, el futuro es inexistente. Entonces lo que nos queda es el pasado. Y de ese pasado conocemos algo, nada más, lo que el historiador recrea y reconstruye, según los testimonios de que disponga. Tarea seriamente compleja, por cierto, ya que el historiador trabaja sobre lo que ya no existe. Sin embargo, que puede darle vigencia.
Entonces, cómo retener la masa de información disponible, si no es procesándola desde un análisis histórico del presente. Insisto en reiterar esa indisoluble e íntima relación entre el hoy y el ayer, que nos posibilita conjugar dos instancias de un mismo tiempo, entre las cuales no es posible marcar límites porque son parte de la continuidad, del devenir, sin cortes ni interrupciones. Sólo que la Historia del Tiempo Presente apela, además a la memoria vigente de los testigos actores-protagonistas directos o indirectos del acontecer.
Finalizada la cita, agregamos que a veces allí, al filo de la historia del presente, las voces de protagonistas y testigos conectan claramente el pasado cercano con este presente, que maravillosamente nos ayudan a desentrañar en su diálogo Roberto y Amelia. El relato de un testigo presencial de los hechos de fines del siglo XIX, lector y memorioso de su tiempo, se completa con la incorporación de otros protagonistas a las escenas descriptas, reconocibles para nosotros en el marco de la historia de nuestra provincia y ubicados en un escenario que en gran medida forma parte de la realidad actual.
En la presentación de Recuerdos de mi niñez en la ciudad de Paraná, 1877-1889, de Moisés G. Velasco, la investigadora Claudia Rosa ubica esta obra entre las autobiografías de fines del siglo XIX de hombres no célebres “que no pueden evitar el impulso de dejar marcado el recuerdo de los vivido con una clara conciencia de haber sido testigos de un momento único. Ante el miedo de morir en la locura, Moisés Velasco comienza a describir, para encontrarse finalmente en un nosotros.”
Y nos hace notar que “la marca en el orillo del narrador es precisamente la miniatura, el minúsculo detalle de esa ciudad que salía de la guerra visto con ojos nuevos de niño y contada por un viejo que sabe que eso ya no existe, sólo existe en la nebulosa de lo irrecuperable”. Es su relato el que nos permite hoy imaginar aquel presente más allá de los documentos.
Registro
“Durante mi niñez asistí también a otras reuniones, como la inauguración de la línea del ferrocarril hasta Estación Racedo, de la cual conservo una medalla de cobre; la exposición que se celebró en el extremo oeste de la calle Rivadavia, donde estaba representada la naciente industria entrerriana, llamándome la atención el calzado fino presentado por mi vecino don Francisco Vuoto, y el baile que todas las noches se improvisaba y al cual asistían normalistas conocidos: la recepción que se ofreció al viejo caudillo Ricardo López Jordán en los salones de la Sociedad Italiana y en el cual, con frase galana y llena de calor le dio la bienvenida don Francisco Maglione, padre de Pedro, José y Francisco; al saludo que los normalistas dieron a Bartolito Mitre, que se alojó en el Hotel de Francia, saludo que era interpretado por nuestro maestro Luis Duclós (Clavija); a los certámenes literarios y musicales que se celebraban anualmente en los salones de la Escuela Normal, conmemorando los días patrios; a la recepción de nuevos profesores, y también a las reuniones que efectuaba, en los mismos salones, la Sociedad Bartolomé Mitre, certámenes a los cuales asistía la mejor sociedad paranaense; a las manifestaciones políticas opositoras, para oír las cálidas palabras del periodista Santiago Arteaga, las de nuestro amigo Ernesto Bavio, las de don José Cortéz, y a enronquecerme gritando ¡Viva Racedo! ¡Viva!
“Acababa de salir de la cáscara, como se decía entonces (a los catorce años), y me creía ya un hombre, cuando fui invitado por mi amigo Francisco Tiscornia para ir en manifestación a recibir al general Racedo. Encabezaban el desfile Tiscornia y don Ernesto Bavio, tomando por la calle Buenos Aires y después por la de Rivadavia hasta el puerto. Prometía ser una magnífica recepción, dada la enorme cantidad de gente venida del campo, que desde la plaza Alvear hasta el mismo muelle esperaba el paso del General con su caballo de la brida; pero el hecho fue que el General no llegó y la gente empezó a dispersarse, quedando un numeroso grupo en la plaza Alvear, donde dirigía la palabra el señor Ernesto Bavio. Al llegar un grupo a la calle Urquiza, frente a la plaza, gritando siempre ¡Viva el general Racedo!, vi a Modernell en medio de la calzada, impidiendo que los manifestantes pasaran frente a la Policía; oí varios disparos de revólver, vi que la gente huía y vi también caer a Modernell. “Aquí corremos peligro, chamigo”, díjome mi compañero, el correntino Justo P. Acosta, y dimos vuelta a la manzana para entrar a la plaza por calle Industria. Al llegar frente al Correo, vi descender de un coche, ardiendo de coraje, al doctor Miguel Laurencena y al señor Pedro Vieyra, al mismo tiempo que a un grupo armado encabezado por Fortunato Paredes (Tonono) y más atrás a otro grupo encabezado por el negro Taborda, quienes querían apoderarse del vasco, como le decían a Laurencena. “¡Hay que respetar, señores, esta es una Oficina Nacional!”, gritó mi padre, interponiéndose entre los grupos, y el doctor Laurencena, que continuaba gesticulando, fue entrado de un brazo por mi padre a la Jefatura de Distrito, “¡Por usted lo hago, don Santos! (este había estado siendo muchacho para el servicio de mi casa), dijo a mi padre, Tonono. Como las papas quemaban, continuamos con Acosta hasta su casa, frente a la zanja de Belbey, y entre mates y tortitas de almidón que nos sirvieron sus tías de apellido Mieres, calmamos nuestros nervios. Esa misma noche a un muchacho de apellido Medina, algo alocado, se le ocurrió gritar “¡Viva el General Racedo!” enfrente mismo de la casa del gobernador Basavilbaso, siendo muerto de dos balazos, hecho que presencié desde la puerta del almacén de doña Marina Palma. ¡Era el 27 de abril del ‘89!”.
“Al filo de la historia del presente, las voces de protagonistas y testigos conectan claramente el pasado cercano”.