A la melancolía de los domingos a la mañana se le pierde la mirada en la nada cuando además llueve en la ciudad.
Las avenidas, las frondosas arboledas que llevan al río, los charcos
costaneros y hasta las esforzadas pendientes entran por un rato en otra dimensión, en una
siesta eterna y fugaz, en un suspiro ondulante de grises violáceos como un techo de nubes.