Cultora de una escritura magistral, Carson McCullers produjo una obra en la que resalta los pesares y los deseos de los seres extraños de su tierra. Lo hizo delicada y descarnadamente, porque se consideraba una representante del colectivo que protagoniza sus historias. El mérito es haberle dado voz a los que permanecen silenciados.
Gustavo Labriola
Especial para EL DIARIO
El sureste de los Estados Unidos se caracteriza por su exuberante vegetación, de llanuras fértiles y un clima benéfico que dota a la comarca de un halo de promisión; pero también por niveles de discriminación, el conservadurismo y actitudes misóginas que permanecen inalterables.
De ese territorio trascendieron grandes artistas que supieron reflejar en sus obras esa cruda realidad social. Uno de ellos fue Tennessee Williams (1911- 1983) en el teatro; otro, William Faulkner (1897-1962) en literatura. En ese sentido, escritores como Thomas Wolfe (1900-1938), Robert Penn Warren (1905 -1989), Flannery O´Connor (1925-1964) y Eudora Alice Welty (1909-2001) fueron los motores del “renacimiento del sur”, surgido en la década del ´30 como respuesta a una considerada pérdida de la idiosincrasia y de los valores de la región provocada por un alejamiento de la forma de vida esencialmente rural por otra industrial y urbana.
De ese colectivo, resplandece Lula Carson Smith, más conocida como Carson McCullers (1917-1967). Nació en Columbus, la segunda ciudad en importancia en el Estado de Georgia.
El camino que siguió hasta decidirse por su nombre artístico, es peculiar. Cuando comenzó a escribir pequeñas obras de teatro que representaba ante familiares, prefirió usar su segundo nombre, Carson. Por esos años le interesaba la escritura, pero su madre insistía con que debía ser música, más precisamente, concertista de piano. Esa divergencia volvió tirante la relación entre ellas, en medio de un tipo de vínculo en el que la hija debía soportar dolores y complicaciones físicas que la fueron marcando y le impidieron llevar una vida social activa, como era su deseo.
El cambio de apellido vino después. Cuando tenía unos 20 años conoce a James Reeves McCullers (1913-1953), con el que termina casándose. Por tal razón, al momento de publicar su primer libro, El corazón es un cazador solitario (1940), la portada indica que el nombre de la autora era Carson McCullers. Así, se hizo conocida hasta su muerte.
Esencia.
Sus obras dan cuenta del escalpelo en su sentido de la observación, que se advierte cuando caracteriza a personajes marginales y marginados, que tienen alguna discapacidad física o sufren necesidades afectivas constantes. Se acerca a ellos con un sentido gótico; apropiándose de sus imperfecciones, las transforma en el hilo conductor del reconocimiento de la condición humana.
“Carson McCullers consiguió una manera traslúcida de focalizar la mirada en la injusticia, el odio racial y el segregacionismo”.
El título El corazón es un cazador solitario (1940), de McCullers, es poético y representativo como pocos. La soledad por la que los seres humanos están atravesados es interpretada con notable precisión por la autora. En esta obra, con un lenguaje llano y profundamente humano, se acerca a la realidad de un par de sordomudos y su grupo de amigos, manteniendo a su vez ilusiones y esperanzas que no terminan de concretarse. La incomunicación subyace en todo el relato, y deriva principalmente de las capacidades diferentes de los protagonistas, lo que se potencia con la necedad de los amigos, que no aciertan en las formas adecuadas de relacionarse con aquellos. Así, se torna una relación que roza el grotesco y marca la despiadada indiferencia social. Esta historia fue llevada al cine en 1968. La película contó con la dirección de Robert Ellis Miller (1932-2017), y la participación de Alan Arkin (Estados Unidos, 1934), Sondra Locke (1944-2018) y Stacy Keach (Estados Unidos, 1941).
En la película Reflejos en un ojo dorado (1967), McCullers se involucra con un soldado norteamericano que debe lidiar con su jefe, un capitán del ejército, homosexual reprimido, en una fuerza misógina, despreciativa y violenta. La particular relación que entabla el soldado con la esposa del capitán, implosiona el drama y se termina resolviendo la situación de la peor manera. La irracionalidad propia de esos pueblos sumergidos en la decadente visión del conservadurismo es exteriorizada con notable discreción por parte de la autora. Marlon Brando (1924-2004) fue el protagonista de la película que se realizó en 1967, con la dirección de John Huston (1906-1987) y la participación de Elizabeth Taylor (1932-2011).
El filme La balada del café triste (1951) está basada en una novela corta y seis cuentos. Aparecen personajes disminuidos física y psíquicamente, marginales, extraños, borrachos, homosexuales, sumados a la violencia implícita que el ex marido de la protagonista imprime, al salir de la cárcel. La intolerancia y la indolencia reinan en una pintura dolorosa y certera. En 1991, Simon Callow dirigió la adaptación cinematográfica con las interpretaciones de Vanessa Redgrave, Keith Carradine y Rod Steiger.
Ecos.
Carson McCullers consiguió una manera traslúcida de focalizar la mirada en la injusticia, el odio racial, con su peor expresión –el segregacionismo- y los problemas sociales persistentes en ese ámbito, pero incrementados por la grave crisis económica que asoló los Estados Unidos y parte del resto del mundo, al comienzo de la década del `30.
Como se dijo, la escritora sufrió dolores físicos intensos. Padeció ceguera, tuvo un ACV, por lo que estuvo mucho tiempo aislada, postrada en una cama. Todas esas limitaciones potenciaron la dificultad para relacionarse, para dar y recibir amor. Además, el hecho de que se haya enamorado de las escritoras y Annemarie Schwarzenbach (1908-1942), y Katherine Anne Porter (1890-1980), no hizo más que incrementar el aislamiento que ya mantenía por sus problemas de salud.
El amor para McCullers era un sentimiento esquivo que persiguió toda su vida. Fue niña prodigio, vivió apasionadamente, fue reconocida en los ámbitos literarios, influyó en varios autores latinoamericanos, como Haroldo Conti y Juan Carlos Onetti.
Falleció a los 50 años, dejando una obra de profunda, melancólica y compasiva mirada sobre la condición humana y la necesidad de la fraternal integración en procura de una sociedad que, aunque, demore, alcance la consideración igualitaria de todos sus integrantes.