martes , 29 octubre 2024
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La tenue frontera entre la mercancía y lo humano

El tatuaje en la espalda de Tim Steiner inspiró el filme de Kaouther Ben Hania.

La película El hombre que vendió su piel, es una excusa apropiada para reflexionar sobre el lugar de los seres humanos en una cultura donde lo que importa tiene valor de mercado. Ambientada en lejanas geografías, la obra cinematográfica exhibe la potencialidad de revisar nuestro entorno y nuestras convicciones.

Gustavo Labriola

Especial para EL DIARIO

Es un lugar común decir que muchas veces la realidad supera la ficción, pero en el caso de la película El hombre que vendió su piel (2022) la frase le va como anillo al dedo.

La historia que luego se transformó en guion cinematográfico es la siguiente: el sueco Tim Steiner se tatuó una obra de arte en la espalda. Como tal, fue expuesta en distintos museos. Como suele ocurrir con este tipo de bienes, apareció un interesado en adquirirlo. Así, apenas muera, la piel de la espalda de Steiner pasará a manos del coleccionista que la compró en 150.000 euros.

La situación es una metáfora de época que demuestra que en un mundo mercantilizado una mercancía vale más que un ser humano. Al menos eso le quedó resonando a la cineasta Kaouther Ben Hania (Túnez,1977), quien propuso una operación semántica singular al basarse en un caso real para recrear Fausto, el drama del escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832).

En el caso de la película El hombre que vendió su piel, Ben Hania se enfoca en un emigrante sirio, Sam Ali, que, huyendo de la guerra y la justicia, se refugia en El Líbano.

Allí, intenta robar comida en una muestra. La exposición pertenece a Wim Delvoye, un artista controvertido, famoso mundialmente por convertir objetos sin valor en piezas costosas. El pintor le hace entonces una propuesta fuera de lo común: tatuar su espalda convirtiéndolo en un modelo viviente para sus obras. Así, a cambio de un tercio de las ventas, debía tener plena disposición para presentarse en los museos más importantes.

En principio, a Sam Ali le parece un plan fascinante, ya que le permitiría escapar del conflicto bélico de su país; conseguir un trabajo, y llegar a Bélgica para encontrarse con su amada.

En una combinación paradójica, el emigrante se debe convertir en mercancía para sentirse un ser humano libre. El entrecruzamiento entre la supervivencia y la expectativa por una realidad sin necesidades acuciantes, generan en el personaje un entendible encantamiento.

Comentario al margen: el artista se inspiró en un relato de 1952 del escritor Roald Dahl, titulado Piel, en el que un hombre contiene una obra maestra tatuada en su espalda, que es ambicionada por los coleccionistas. Según sus propias palabras, el plástico lo concretó con la intención de cuestionar cómo el dinero pervierte la idea de arte y tergiversa el valor intrínseco que cada obra tiene.

Al cine.

El filme El hombre que vendió su piel, cuenta con sub-tramas que confirman su carácter humanista y proveen condimentos que ayudan a una visión más integral de la historia.

Se trata de una película sobre la búsqueda de la libertad: al principio de la de poder decir lo que se quiere; después, de la libertad de moverse, y de viajar; por último, el personaje comprueba que la libertad es algo complejo, incluso en los países que él cree libres.

La directora Ben Hania ha expresado que su obra puede ayudar a comprender la dimensión del arte en nuestros días. “Creía que la idea de introducir en este mundo a alguien que no lo conociera, como mi personaje, que tiene una mirada de perdedor ingenuo, nos daría una visión completamente distinta de este mundo. Un punto de vista inculto sobre un mundo del arte contemporáneo que puede parecer elitista, incluso sagrado. Pues el arte es, en parte, heredero de la religión. Como dice Jeffrey -el artista- en un momento de la película: las personas buscan sentido y yo se lo vendo”.

El hombre que vendió su piel, fue la primera película tunecina en ser candidata a los premios Óscar como mejor filme en idioma extranjero, además de obtener numerosos galardones en importantes festivales internacionales como en Venecia, Praga y Estocolmo.

Conviene tener en cuenta que la realizadora y guionista tunecina Kaouther Ben Hania no replica linealmente la fábula de Fausto. Se permite una serie de variaciones, que convierten a El hombre que vendió su piel en un relato diferente al de la fábula tramada por Goethe. De todas maneras, el mensaje de Ben Hania no es unidireccional, sino que muta de sentido mientras deviene la trama.

El hombre que vendió su piel, podría dialogar con “The Square” (2017), una extraordinaria sátira dramática, dirigida por Ruben Östlund. Allí se aborda la cuestión de la publicidad que rodea a una instalación artística, con un sentido del humor absurdo y retorcido, lejano de lo políticamente correcto.

Una película francesa de 1968, El tatuado, dirigida por Denis de la Patellièrie, e interpretada por el histriónico Louis de Funes, se había acercado a esta temática, en clave de comedia.

“En una combinación paradójica, el personaje principal de El hombre que vendió su piel, debe convertirse en mercancía para sentirse un ser humano libre”.

El hombre que vendió su piel, efectúa un interesante abordaje sobre la posmodernidad, la vanidad subyacente en algunos artistas, la superficialidad malsana y obscena con que se banaliza y comercializa el arte. Pero además propone una profunda reflexión sobre las sociedades opulentas que esclavizan y someten utilizando inmisericordemente las desigualdades sociales, políticas, económicas y culturales en desmedro de los sumergidos y angustiados.

Así, integradas a la tinta del tatuaje, se van mezclando las piezas narrativas que vertebran la trama de El hombre que vendió su piel. Los dilemas de la libertad, las secuelas dolorosas de la guerra, las huellas de las personas, los límites vaporosos entre la piel humana y las obras de arte tradicionales, son condimentos de una película que vale la pena recomendar.

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