sábado , 21 diciembre 2024
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Cuando del disfrute de leer surge el placer de actuar

“La palabra siempre es cuerpo, es acción”, señaló la actriz a EL DIARIO. FOTO: Gentileza Festival de Teatro Rafaela.

Visceral y directa sobre el escenario y en la vida, Vilma Echeverría elude los lugares comunes del teatro para proponerlo como un caos creativo hecho para conmover a quienes actúan y a quienes hacen de espectadores. Con ella conversó EL DIARIO en el festival de Rafaela.

Mónica Borgogno

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La sensibilidad y frescura de la actriz Vilma Echeverría, devenida en Amanda en Los cielos de la diabla, llega y conmueve. En las rondas de devoluciones que se hacían en las mañanas, a posteriori de cada función programada en el 18º Festival de Teatro Rafaela, la artista tomó la palabra para socializar parte del proceso creativo de la obra de su autoría. Ahí fue cuando también deslizó una serie de conceptos ligados al quehacer teatral. EL DIARIO estuvo participando de esas instancias de encuentro entre la prensa y los artistas y aprovechó para entrevistarla y saber más sobre su modo de entender la actuación.

–¿Cómo fue la elección por el teatro?

–No sé si elegí. Hay algo que se imponía en mi niñez, en cuanto al espacio: el patio se convertía en un escenario. Recuerdo en un acto escolar que como no tenía vestido de dama antigua para bailar el minué, usaba unas polleras plisadas y unos maquillajes de mi abuela y me vestía y actuaba de criada. Pero se ve que mis gestos rompían la cuarta pared y algo pasaba con el público. A pesar de mi timidez, hacía guiños de niña picarona, en esos actos, la gente se reía y yo disfrutaba mucho. También notaba que ese patio era un aula viva, un ágora, donde veíamos que ocurría algo distinto a lo que pasaba en el salón.

Además, siempre me gustó Lengua y Literatura y la lectura a viva voz. El único espacio con privacidad que tenía a mano, en casa, era el baño, donde leía libros prestados, robados o revistas viejas, o escribía. Jugaba mucho con mi cuerpo, con leer y que la palabra resonara. Del disfrute de leer me vino el disfrute de actuar porque la palabra siempre es cuerpo, acción, tono, remite a una forma de llevar el cuerpo.

–¿Cómo sería eso?

–Siempre sentí que actuar era una proyección de la voz y, en mi caso, sabía que era buena para gritar. Tenía muchos gritos contenidos, aunque por momentos era muy estallada. Mi mamá tuvo poliomielitis y desde muy chica sentí que a veces yo la criaba a ella, quizás ese hartazgo que me generaba y la necesidad de decir “haceme de madre”, me empujó a esa proyección y a ese grito.

Comprometida.

–¿Qué significa para vos hacer teatro?

–En principio, es impulsar el encuentro. Como sola no lo podía hacer, busqué lugares y salí al encuentro de formación y de grupos. Necesité salir del formato salón de escuela secundaria, que la hice a fines de la dictadura en un pueblo, donde había cosas que no se decían, y veía cómo llevaba cada uno esa oscuridad en el cuerpo. El teatro es presencia viva, sale todo eso, se ve todo. Es difícil mentir, por eso me molestan esas obras que son tan marcadas por la dirección. Me gusta la rebelión de las actrices y los actores porque significa romper con algunos tótems patriarcales y a veces medio tiranos.

El teatro también es movimiento, ir de un lugar a otro, es acción, es espacio y tiempo, es decidir ocupar un territorio, el de la escena, es romper con el predominio de la vista. Como diría la diabla, ir hacia “un trastocamiento de los sentidos”. El teatro es resonancias y expansión afectiva. Es olfato, comunión, espectadores, disidencias. Es mi creencia y es una fiesta cuando sucede. Pero no me desubico ni digo que sin el teatro no puedo vivir porque veo y sé que hay otras escenas urgentes, estamos en un tiempo cada vez más difícil en lo social y económico. Nuestro trabajo artístico necesita comprometerse también con esta realidad, sería interesante aportar nuestra experiencia como hacedores en la cultura, integrar esas escenas. Dialogar más con lo político.  

–¿Por qué es importante ver teatro?

–Para repensarnos como seres resonantes. Ver una obra que nos moviliza nos hace resonar. No se trata de sentarse y esperar a que se encienda la luz, sino predisponerse a ser parte de ese ritual. Ir a ver teatro es un modo de recuperar un ritual, algo que está muy perdido en la actualidad, al igual que los bailes populares, el juego, los encuentros entre vecinos. Cuando gente de todas las edades, etnias, clases, religiones, se encuentran en un espacio en el que sucede una obra, cada uno se va con marcas, trazos de lo visto y sentido.

“Cuando gente de todas las edades, etnias, clases, religiones, se encuentran en un espacio en el que sucede una obra, cada uno se va con marcas”.

Rupturas.

–Decías alguna vez, sentirte rota en más de una ocasión ¿Cuánto incide ese estado o de qué te nutrís para crear?

–A veces, me siento rota en relación al paso del tiempo, el cuerpo, las marcas, el cansancio, la vida. Tengo dos hijes, pero mi hija me hizo ver muchas historias que estaban ocultas y gracias al sacudón del linaje de ella, soy otra mujer. La hice nacer y ella me hizo renacer. A veces estamos cosiendo heridas viejas de ese linaje lastimado de nuestras madres y abuelas reprimidas, dolidas. Eso sumado con este presente, hace que una se sienta así. Me gusta que eso aparezca en las obras que hago, pero no desde la queja, el drama o el panfleto, sino desde un teatro más expansivo y poético. Me gusta, desde poéticas propias, generar una ética poética que es lo que te ayuda a relacionarte con la vida y con las demás personas.

Por otra parte, me interesa romper con la idea del cuentito, que el teatro no se coma todo, que el teatro no mate al teatro. Por eso a veces necesito leer poesía para meterme más aún en la obra, en esa fascinación contradictoria que a veces se genera en la escena.

En el verano descubrí a Elena Anníbali, una poeta cordobesa que escribe en una prosa poética que es toda una escena, escribe de tal modo que me dispara mil imágenes.

Quiero decir, cuando me dicen no entendí al salir de una función, me enojo porque no se trata solo del cuentito o tema de la historia, sino del delirio que abre sentidos, metáforas. Y yo veo que, en el apuro de estrenar una obra, muchas veces aceleramos procesos y no se termina de desatar todo eso inconsciente y fallado que tenemos.

“Me gusta la rebelión de las actrices y los actores porque significa romper con algunos tótems patriarcales y a veces medio tiranos”.

Apología del imprevisto.

–¿Qué encontrás en las fallas que ocurren en cualquier función?

–Disfruto de esos momentos y de cuando me meto con el público. Soy sumamente payasa cuando actúo, aunque me vinculen con lo dramático. Disfruto de ese borde, desde lo trágico salto a lo cómico, fugas que van iniciando algo de ese juego: ahora me toca a mí, ahora te lo paso a vos, a veces miro al espectador, pero siempre de manera cuidadosa, para que se vean participando dentro de un ritual. Cuando eso fluye, es muy placentero.

A veces se me hace tan necesario interrumpir todo. Parar o salir de la obra hacia otra cosa. Con Gustavo Guirado, que me dirigió en Medea, hablamos mucho de eso y él me planteaba lo vivo que era ese momento en que algo salía mal. Incluso los yerros en la vida, los lapsus, si una tira de ese hilo, hay algo que se despliega ahí.

Haciendo muchas funciones hay algo de lo disciplinar y de la partitura cada vez más afianzada, pero lo otro, como en la vida, lo errático, también está. Me gusta el concepto de errancia, de atravesar paisajes, pura fuga que se da en estado de función, no de defunción.

Echeverría aprovecha una historia para hablar de muchas mujeres.

De qué tela estamos hechas

En Los cielos de la diabla, Echeverría encarna a una mujer con un pregnante vestido rojo y un delantal con un bolsillo grande donde guarda “lo perdido, lo ganado, la plusvalía doméstica trastocada, violenta, silenciada, todo iba a parar ahí, caja de valores, ñudos del estómago, bichos del intestino grueso”, dice la autora, actriz y directora.

Las historias de las mujeres que la rodearon, esas que se escondían tras un batón que las desdibujaba, son fuente de inspiración permanente de Vilma. “Me agarraban del vestido y me tocaban el género, me tocaban me tocaban, querían saber de qué tela estaba hecha”, dice Amanda, el personaje de Los cielos…

“Todo el tiempo estoy pensando en historias de mujeres. Trabajé en museos donde encarné diferentes personajes; también muchos años hice Lola Mora, en el Monumento Nacional a la Bandera; hice Medea. Ahora estoy armando una historia sobre una madre y una hija”, anticipó.

Una hincha del rojo

En Los cielos de la diabla, Echeverría es Amanda, “la elegida para el lavado y secado de las camisetas de la primera división mayor del Club Atlético Independiente de Avellaneda. En los límites de un pueblo, evoca su ciudad natal y, mientras espera que la vengan a entrevistar, recupera dones y escenas de entusiasmo”. La actriz es La Diabla, que, como un oráculo, “relata las glorias pasajeras desde una tierra apestada y recrea un campo de voces familiares que interrogan los usos y las costumbres de las mujeres y los hombres de un paisaje cercano”.

“La palabra siempre es cuerpo, es acción”, señaló la actriz a EL DIARIO. FOTO: Gentileza Festival de Teatro Rafaela.

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