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Espejos rotos del arte: el robo de la Gioconda

La obra más célebre de Da Vinci encierra misterios que la potencian como ícono del arte.
La desaparición del cuadro de Leonardo Da Vinci en 1911 generó un cambio en el valor de la obra, a la vez que la trama del robo trató de explicarse con argumentos que navegaron (y aun navegan) entre la ficción y la realidad. El arte y la farsa, iluminados por la sonrisa de la misma mujer.

Entre 1911 y 1913, el museo Louvre de París tuvo como atracción principal un lugar vacío. Durante ese tiempo, la historia del arte que iluminaba las paredes exhibió una ausencia: faltó un cuadro. La Gioconda, la obra de Leonardo Da Vinci, que había sido robado el 28 de agosto de 1911. Parece fácil imaginar que la noticia de su robo habrá generado conmoción, por tratarse de una obra de arte tan conocida. Sin embargo, por entonces aún no era así. De hecho, puede pensarse con razonamiento inverso: la obra adquirió mayor fama a causa de su desaparición. El sitio vacío representaba, simbólicamente, el robo del cuadro; o bien, la comprobación fáctica de la noticia del mismo.

Como la presencia de la ausencia, como una huella del aura de la obra, las paredes del Louvre exhibieron un cambio de valor de la mercancía: la noticia del robo reemplazó a la obra. El historiador de arte y novelista estadounidense, Noah Charney, autor de Los robos de la Mona Lisa, sostiene que aquel fue el primer delito contra la propiedad en recibir la atención de los medios internacionales. Ya no era la obra en sí el objeto de consumo, sino la huella de la misma: en un sitio vacío en la pared del museo y en los títulos de los periódicos. Mágicos y paradójicos efectos de espejos rotos, el ausente reflejo de la obra proyectó el conocimiento de su existencia a muchas personas que lo ignoraban. “Aparecía en noticieros cinematográficos, cajas de chocolate, postales y vallas. De repente se transformó en una celebridad al estilo de estrellas de cine y cantantes”, escribió el psicoanalista británico Darian Leader, autor de “Robar la Mona Lisa: lo que el arte no nos permite ver”.

Detrás del robo

La obra fue recuperada un par de años después de la desaparición, cuando se trató de vender el cuadro. Vicenzo Peruggia, un empleado del lugar, había robado el cuadro cuando el museo se encontraba en refacciones. Lo descolgó, lo guardo y se lo llevó. Tan sencillo como eso, en una época donde las medidas de seguridad no eran lo que a partir de ese evento serían. Al ser capturado, Peruggia declaró que su motivación era patriótica. Dijo que pensó que Napoleón había robado la pintura de Italia, y que su misión era regresarla a casa. Estaba equivocado. Más allá que eso no fue así -porque la pintura había sido comprada por Francisco I de Francia en el siglo XVI-, había un argumento más de tinte heroico que un fin lucrativo. Sin embargo, la confección de una lista de coleccionistas de arte estadounidenses atentaba contra su argumento patriótico. Indicaba que Peruggia planeaba venderla.

Un artículo titulado La confesión de Peruggia, publicado en 1915 en un diario francés, postula una hipótesis más imaginativa: Peruggia podría haber sido manipulado por otra persona. Aunque trabajaba en el Louvre, no era un conocedor de arte. Tampoco un ladrón de guantes blancos. Al no ser una obra tan popular por entonces, la elección de Peruggia sobre la Mona Lisa pudo deberse a que su tamaño pequeño (mide 53cm x 77cm) la hacía portátil. Otro punto que se repasa allí, es el hecho de que Peruggia mantuvo a la Mona Lisa escondida en su pequeño apartamento en París: lo que parece indicar que era un hombre ordinario abrumado por lo que había hecho, o que no supo qué hacer luego de robarla; quizás, porque fue manipulado por otra persona. Sin embargo, y aunque fue condenado, Peruggia nunca implicó a alguien más en sus declaraciones.

Mágicos y paradójicos efectos de espejos rotos, el ausente reflejo de La Mona Lisa proyectó el conocimiento de su existencia a muchas personas que lo ignoraban

Valfierno

No obstante, la hipótesis de la existencia de un cerebro maestro detrás del plan se ha arraigado en el imaginario colectivo más amparada en la ficción que en la realidad. Ese es el caso de Valfierno (Editorial Planeta, 2004), la novela escrita por el argentino Martín Caparrós.

La secuencia narrativa postula que el cerebro detrás del robo del cuadro de Da Vinci fue un hombre de nacionalidad argentina, Eduardo Valfierno. La narración postula una teoría: Valfierno mandó a pintar seis réplicas de la pintura original, y planeó el robo con el solo objetivo de que la noticia de su desaparición le permitiera embaucar a seis compradores que creían estar adquiriendo la obra genuina. Una vez consumado el robo, vendió las réplicas y jamás volvió a contactar a Peruggia. De manera que, para la obra literaria de Caparrós, La Gioconda fue robada para generar una oferta mayor en el mercado negro del arte. Una interpretación posible es que la trama de la novela presupone que la noticia del robo vale seis veces el precio del cuadro original. Al inicio del libro, Martín Caparros advierte: “esta novela se basa en un hecho real, como casi todas”. Al desentramar el mito de la existencia de Valfierno, su rastro lleva hasta la publicación de una supuesta entrevista.

En 1932, el Saturday Evening Post publicó la entrevista que el estadounidense Karl Decker supuestamente la realizara a Eduardo Valfierno. He ahí el germen de su existencia y de su ficción. La publicación presentó a un millonario argentino, arquetipo de la viveza criolla, que había estafado al mundo entero. Al hacerlo, concibió, en el plan del robo, una obra de arte en sí misma. Sin embargo, nunca se pudo comprobar la veracidad de sus dichos, ni siquiera si efectivamente los dijo. Por otra parte, la entrevista fue publicada casi 20 años después de la recuperación del cuadro. Respecto de esto, Decker afirmó que Valfierno aceptó la entrevista con la condición de que fuera publicada solo después de su muerte, y que aceptó porque ya entonces era un hombre mayor y con una salud endeble.

Verdad o no, el mito de Valfierno fue engendrado por dicha publicación y su rumor llegó hasta los oídos de quien fuera embajador argentino en Estados Unidos en tiempos del menemismo. Inspirado en la historia, Diego Guelar escribió una novela titulada El robo de la Gioconda y la mandó a editorial Planeta para que decidieran si era publicable o no. Al año siguiente Martín Caparrós fue distinguido con el premio Planeta Argentina 2004, por su novela Valfierno. Cuando Guelar se enteró de esto, acusó a la editorial y a Caparrós de plagio. Argumentó que la obra que Planeta le había rechazado tenía como trama la misma que la de Caparrós, y que el título de la obra ganadora del premio era el apellido del personaje principal de la novela rechazada. El escritor argentino se defendió, respondiéndole: “Mi Valfierno es muy diferente al tuyo”. Es decir que, en su propia declaración, Caparrós admitía haber leído la obra de Guelar.

Un argentino estafador que dice ser alguien que no es, una entrevista incomprobable, el germen de una novela que se disputan dos autores: en fin, la historia de Valfierno es una caja china de fraudes. Es un relato signado por la farsa, condenado a la inviabilidad de la comprobación. Como presa de la fatalidad, el rumor vuelve una y otra vez a perderse en el laberinto de lo incomprobable.

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