Organizada en torno a los conceptos Tránsitos, Cuerpos, Violencias y Huellas, una veintena de crónicas escritas por mujeres de Iberoamérica se convierte en una panorámica que da cuenta de las inquietudes de un colectivo que en muchos casos escribe en primera persona. El libro “Criaturas fenomenales” es también un acto de reivindicación de relatos y autoras que la cultura actual tiende a invisibilizar.
Claudia Lorenzón
Con un fuerte anclaje en la realidad y el vértigo de la ficción, las crónicas reunidas en el libro “Criaturas fenomenales” abordan relatos de 21 escritoras y periodistas iberoamericanas que dan testimonio de situaciones de violencia, discriminación, explotación laboral y lucha. El complicado configura un nuevo panorama de las cronistas del siglo XXI que recogen la mirada feminista, disruptiva y transgresora con la que muchas mujeres y disidencias enfrentan el presente.
Se trata de crónicas que cuentan vidas propias y ajenas de mujeres ingobernables, batalladoras; de quienes sufrieron discriminación, acoso o tuvieron que trabajar a la par de los varones para sobrevivir en sociedades fuertemente patriarcales; mujeres que se unieron amorosamente a otras, respetando sus elecciones a pesar de la condena social; mujeres solidarias, que luchan para empoderarse y otras que con su testimonio abren un panorama a escenas familiares y ocultas que dejan al descubierto afecciones de la salud mental.
El libro, editado por Marea, reúne relatos de 21 mujeres de 20 países iberoamericanos, en el formato de crónica, género que desde hace tres décadas promueve la Fundación Gabo, nacida como Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Estas mujeres escriben “contra el poder”, señala la escritora y cronista peruana Gabriela Wiener en el prólogo titulado Las indias de la crónica. Allí se ofrece un panorama de la nueva crónica y se habla del largo proceso que mantuvo invisibles a las cronistas en sus espacios personales hasta que lograron trascender y se fueron descubriendo en necesidades, miradas, intereses y destinos similares.
Colores propios
“Supimos que ‘dar voz a los sin voz’ era de una enorme prepotencia, que más bien había que recuperar nuestra voz y desentrañar cómo estábamos representadas las mujeres, las disidencias y otros sujetos en los márgenes, en el discurso sobre la otredad. Cómo lo masculino dominaba los medios, las editoriales, la academia, también la periodística y cómo subalternizaba otros saberes, prácticas y voces. Y sobre todo cómo podía ser nuestra escritura -llámale crónica o llámale lo que quieras- una herramienta política, emancipadora, personal y que transformara colectivamente fondo y forma”, manifiesta Wiener.
A este panorama se suman las voces de las compiladoras María Angulo Egea y Marcela Aguilar Guzmán, quienes destacan “el punto de vista” con el que fueron escritas las crónicas reunidas en esta obra y cómo las historias atraviesan, en algunos casos, las experiencias personales de quienes escriben o las de otras mujeres y disidencias, al abordar situaciones de exclusión, explotación, abuso, y también conquistas colectivas, en los desiguales y convulsionados países iberoamericanos.
“El panorama de la crónica iberoamericana es muy rico y tiene mucho que ver con el trabajo sobresaliente que vienen realizando durante muchos años las cronistas”, dice Angulo Egea, doctora en Periodismo por la Universidad de Málaga y en Filología por la Universidad Autónoma de Madrid.
Entre las representantes del género destaca a “Elena Poniatovska pasando por Leila Guerriero hasta llegar a Margarita García Robayo. No como excepcionalidades, pioneras o seres exóticos, ni siquiera como cuotas, aunque todas hayan tenido que pasar por estas clasificaciones en alguna ocasión, sino que las cronistas han estado siempre formando parte del panorama narrativo de la no ficción”, señala.
“Las temáticas, como sucede en el periodismo narrativo no son lo más relevante, sino que lo crucial está en el punto de vista desde el que se aborde y es ahí donde estas cronistas aportan rasgos diferenciales, en especial porque muestran un grado de implicación extremo que, como hemos señalado, en ocasiones pasa por exponer su propio cuerpo y trabajar narrativamente la primera persona, sobre todo si atiende a violencias y a experiencias físicas disruptivas como la maternidad, la enfermedad y los procesos de identidad de género que vienen cuestionando especialmente las mujeres y colectivos LGTBTQI+ en la crónica más actual”, precisa Angulo Egea.
Nodos
De acuerdo a los temas que abordan las crónicas, la antología fue dividida en cuatro conceptos: Tránsitos, Cuerpos, Violencias y Huellas. “Estas son cuatro líneas que atraviesan de manera directa o indirecta el panorama narrativo de la crónica en Iberoamérica”, señala la docente universitaria.
La violencia “es un asunto que permea la crónica desde siempre y que sirve como eje estructurador de muchos relatos; así las cronistas se ocupan de contar, de poner el foco en la violencia patriarcal, sea una violencia extrema del feminicidio, de las violaciones que sufren tantas mujeres en la región, como vemos en la crónica ‘La herida de un pueblo en la frontera’ de las costarricenses María Fernanda Cruz Chávez y Hulda Miranda Picado o en ‘Que la única manada seamos nosotras’, de la boliviana Carolina Méndez”, dice la entrevistada.
Estas autoras son también testigos de “una violencia estructural y parapolicial contra las mujeres que evidencian los procesos de dominación que reflejan el lugar que ocupan en el orden económico y de poder hegemónicos, así ‘Las chicas de Nordelta’ de la uruguaya Ana Fornaro o ‘Atravesé el puente en el que mataron a mi padre’, de la salvadoreña Elena Salamanca, que escribe y denuncia en primerísima persona las injusticias sociales que habita, como también lo hacen la venezolana Luisa Salomón en ‘Mi secuestro’ o la cubana Mónica Baró en ‘Agáchate, puja y tose’; y es sin duda la violencia cultural y simbólica la que detectan y señalan tantas cronistas como en ‘El imperio del falso lacio’ de la panameña Irlanda Sotillo o ‘Dioses dominicanos’ de la dominicana Indhira Suero”, enumera Angulo Egea.
Muchos relatos se transforman en verdaderas piezas sociológicas, como el caso de Las chicas de Nordelta, de Fornaro, quien aborda las condiciones laborales de trabajadoras domésticas en un country de esa zona del norte del Gran Buenos Aires, habitada por personas de la clase alta argentina. Todo se inicia con la denuncia en 2018 de esas mujeres en las redes sociales sobre las dificultades para llegar a sus lugares de trabajo porque el único medio de transporte que las traslada se niega a hacerlo, en una clara actitud discriminatoria, lo que las lleva a organizarse y unirse en una protesta.
El padecimiento en las voces de esas mujeres es estremecedor, con un panorama que se va abriendo a distintas formas de maltrato en sus lugares de trabajo: bajos sueldos o en negro, filmaciones dentro de los domicilios y hasta el ultraje a la intimidad, ante patrones que las obligan a desnudarse antes de retirarse del lugar de trabajo. Un country en el que viven jueces, actores y empresarios de grandes fortunas.
La mirada se mueve luego a la historia de algunas de las trabajadoras y la crónica cobra tintes dolorosamente ficcionales con el relato de mujeres que han sufrido abuso familiar y, como si fuera un karma, la vida las sigue sometiendo en un presente que se les impone como injusto.
Fornaro abordó esta problemática porque le parecía “increíble que estuviera pasando eso, de manera tan impune. El tema de que fuera en un barrio privado le agregaba más condimentos”, dice y explica que la investigación le demandó unos cinco meses.
La movilización organizada por estas trabajadoras permitió que su situación se visibilizara más. “Algunas quisieron organizarse, pero después la pandemia desbarató la lucha incipiente y algunas renunciaron a las casas donde trabajaban”, cuenta la cronista.
Contraluz
En la sección Tránsitos, dos deslumbrantes crónicas de mujeres que eligieron vivir de espaldas a las convenciones sociales aparecen en Las vidas de la caimana, de la nicaragüense Amalia del Cid, que resulta un homenaje a Petronila del Carmen Aguirre Ocampo, quien decidió casarse con Hilda Scott, luego de pasar por la cárcel al ser denunciada por su propia madre. Al salir en libertad, durante el gobierno del dictador Anastasio Somoza, logró crear casi de la nada una fábrica de elementos pirotécnicos y criar a 15 niños y niñas huérfanos.
El otro relato, El disfraz del Che, de la española June Fernández, se transforma en una verdadera historia de ficción, por la intensa y heroica historia de vida de la protagonista y la forma que adquiere en manos de la autora.
“Yo viví en Nicaragua en plena guerra, ¿sabes? En 1984 participaba en una campaña de alfabetización. Cuando la Contra atacó nuestro asentamiento, me tiré de la silla de ruedas, repté durante kilómetros, sin darme cuenta atravesé la frontera de Costa Rica y topé con su campamento. Disparé, alcancé a varios. El Frente Sandinista de Liberación Nacional me condecoró”. Así comienza esta crónica protagonizada por Irina Layevska Echeverría, afectada por una esclerosis y adherente a la revolución nicaragüense. Admiradora del Che Guevara, transgénero, discriminada por su partido debido a esa elección, sus auténticas convicciones le valieron un documental.
La escritura hecha por mujeres incorpora a los relatos otras dimensiones de lo humano.