Las plazas de la ciudad son pulmones que dan un respiro al vértigo de la dinámica urbana. En ellas se perciben otras cosas. Transitar estos espacios a diario es un hábito que decenas de miles de personas hacen. Sin embargo son muchos menos quienes suelen llegarse hasta ellas para jugar, observar, o simplemente descansar. Se sabe, una cosa es transitar un lugar. Muy otra es habitarlo. Es decir apropiárselo, vivirlo, sentirlo. Eso lo conocen muy bien quienes transitan la infancia, ese territorio mágico en el que -si se consigue despegarse de pantallas y dispositivos móviles- se puede aprender a montar una bicicleta y guiarla con destreza. O hacer cabriolas en los juegos o sobre el césped, mientras la mirada adulta, que acompaña y contiene hace una concesión a la nostalgia pensando en su propia infancia.