El 24 de junio de 2011 el escritor Ernesto Sábato hubiera cumplido un centenario de vida intensa y comprometida con su tiempo. Unos días antes, el 30 de abril de ese año, falleció en su casa de Santos Lugares. Parecía que, por su espíritu contrito e inconsolable, debía dejar este mundo en otoño.
La de Ernesto Sábato fue una de las mentes más agudas, críticas y reflexivas de la literatura argentina del siglo XX. Había nacido en Rojas, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, ciudad donde pernoctó Manuel Dorrego, la noche previa a su asesinato.
Su padre era descendiente de montañeses sicilianos, “acostumbrados a las asperezas de la vida”, según afirmó el propio Sábato. Su madre, en cambio, pertenecía a una familia albanesa que soportaba la carencia con la mayor altura y decoro.
Cuando joven, Sábato se vio interesado por la física. De forma tal que estudió en la Universidad Nacional de La Plata, doctorándose en Ciencias Físicas y Matemáticas en 1937. Por su desempeño, Bernardo Houssay lo postuló para una beca anual, que finalmente obtuvo, para que realice trabajos de investigación atómicas en el Laboratorio Curie en Paris.
Su mujer, Matilde, ha afirmado, respecto al carácter taciturno y controversial de Sábato, que tenía “un interior melancólico, pero al mismo tiempo rebelde y tumultuoso”. Tenía una sensibilidad que lo acercaba a la pintura (que desarrolló hasta casi el final de su vida), la música, el hedonismo del buen vino, las comidas compartidas. Expresaba la pesadumbre gestualmente en su frecuente ceño fruncido, que evidenciaba una constante indagación interior. Mientras, en familia (sus hijos Jorge, fue vicecanciller y ministro de Educación de Raúl Alfonsín, y Mario, fue cineasta) se mostraba afable y ligeramente cordial.
Pero nunca disimuló ni dejó de considerar la angustia del hombre frente a los misterios de la vida que lo hacía “un hombre terriblemente conflictuado, inestable, depresivo, con una lúcida conciencia de su valor, influenciable ante lo negativo, tan ansioso de ternura y de cariño como podría serlo un niño abandonado. Esta necesidad casi patológica de ternura hizo que comprenda y sienta de tal manera a los desvalidos y desamparados”, como, según cuenta Juan Cruz en el diario El País de España, le dice Matilde al escritor, guionista de cine y actor, Carlos Catania, en un libro de conversaciones con Ernesto Sábato.
Sábato no escatimó posicionamientos que fueron criticados; asumió su pertinaz melancolía y preocupación por el destino del hombre en numerosos ensayos, desde su primer libro, Uno y el Universo (1945) en el cual ya desnuda su desencanto respecto a la ciencia y pone el foco en la deshumanización creciente de las sociedades imbuidas de tecnología. El Che Guevara confesó, en su momento, que había sido impactado por esta obra. El libro recibió por unanimidad -de un jurado integrado entre otros por Adolfo Bioy Casares- el premio de prosa de la ciudad de Buenos Aires.
Por sus antecedentes en la matemática y en la física fue recomendado para un cargo en la UNESCO, pero contrariado con el porvenir de la ciencia renunció a los dos meses, a pesar de transitar dificultades económicas.
Impreso
Avanza con un profundo nihilismo en Hombres y engranajes (1951), que complementa dos años después con Heterodoxia, una serie de reflexiones sobre la debilidad del hombre frente a la tecnología.
El escritor y sus fantasmas (1963) es un acercamiento a las ficciones, al protagonismo que le cabe al escritor respecto de sus creaciones, la posibilidad de independencia de los personajes, la subjetividad expuesta en las novelas, reflexiones sobre el arte y análisis respecto de la obra de William Faulkner, Alain Robbe-Grillet, Franz Kafka, Jorge Luis Borges y Jean-Paul Sartre.
Con Antes del fin (1988) Sábato esboza una especie de testamento literario y La resistencia (2000) es un manifiesto existencialista con críticas a la sociedad contemporánea, a la pérdida de los valores morales y la incomunicación. En una declaración evidente de su preocupación por el hombre, introduce como referencia inicial una frase del poeta alemán del siglo XVIII, Friedrich Hölderlin: “el hermoso consuelo de encontrar el mundo en un alma, de abrazar a mi especie en una criatura amiga”.
En conceptos que suenan muy actuales y semejan sentencias, Sábato, afirma, en La resistencia, que “el hombre se está acostumbrando a aceptar pasivamente una constante intrusión sensorial. Y esta actitud pasiva termina siendo una servidumbre mental, una verdadera esclavitud. Pero hay una manera de contribuir a la protección de la humanidad, y es no resignarse”.
“Cuando somos sensibles, cuando nuestros poros no están cubiertos de las implacables capas, la cercanía con la presencia humana nos sacude, nos alienta, comprendemos que es el otro el que siempre nos salva”.
Se ha dicho repetidamente, y él mismo lo ha sostenido, que Sábato destruyó gran parte de sus escritos. Se salvaron los ensayos y sus tres novelas. Tal vez de las mejores novelas argentinas del siglo XX.
El túnel (1948) -publicada el mismo año que aquella obra mayúscula de Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres- es un fino y preciso ejercicio de novela minimalista que consigue reflejar el carácter atormentado y apremiado del personaje principal, el pintor Juan Pablo Castel, que en forma de soliloquio expresa su angustia y la declinación de lo real ante una imaginación que lo deriva en una relación enfermiza con María Etchebarne.
El libro, escrito con profunda moderación, impacta por su asequibilidad y por su “sequedad e intensidad”, al decir del francés Albert Camus, que lo elogió abiertamente, como también lo hizo el alemán Thomas Mann. Se le valoraba la augusta combinación entre ficción y reflexión existencial, en un un hombre que, valga paradoja, estaba tan sumido en el escepticismo como Meursault, el protagonista de El extranjero, de Camus. El argentino León Klimovsky dirigió en 1952 una versión cinematográfica, en cuyo guion participó Sábato.
Con Sobre héroes y tumbas (1961), Sábato se involucra en la historia argentina en los siglos XIX y XX. Martín, el personaje principal, transita una relación con Alejandra, una joven de la familia Vidal Olmos, de origen aristocrático, con su mansión ubicada en la zona de Parque Lezama, lugar al que le da un rol protagónico. Es una posición subjetiva respecto a los héroes del pasado buscando en sus conflictos el origen de la Nación. No escatima el autor en comprometerse con su tiempo dado que, además, la trama se desarrolla también en los últimos años del peronismo, el saqueo de las iglesias y el cobarde bombardeo a Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955.
Trece años después, en 1974, hace medio siglo, Sábato publica la tercera y última novela, Abbadón, el exterminador. Adecuada a los convulsionados años ‘70, el autor consigue una novela que ronda un apocalipsis predestinado en función de su propio nombre, Abbadón, el ángel del abismo, según el libro del apocalipsis en la Biblia y en la cual el propio autor es, a la vez, narrador y personaje importante. Y lo hace con menciones a su propia biografía, reflexiones filosóficas y vinculaciones con sus lecturas y sus autores preferidos. Se estructura a partir de la visión del protagonista frente a sí mismo y a la historia. Es inmanente a la propia historia la presencia y prevalencia del mal en la vida moderna, con su consiguiente consecuencia de represión, confusión, degradación e inmoralidad.
La obra establece contactos con su novela anterior, a la que el lector está incitado a conocer con anterioridad y una complejidad que la vuelve de igual manera, atrayente y provocadora. Se ha dicho que posee connotaciones con el mundo cotidiano, la literatura y el propio ser humano a la vez que coexisten la poesía, la psicología y la política. Propio de su percepción de la alienación de los dramas contemporáneos, alude a la Segunda Guerra Mundial, el fatal exterminio de Hiroshima y la Guerra de Vietnam. El relato recibió el premio al mejor libro extranjero en Francia en 1976.
Sábato asumió su pertinaz melancolía y preocupación por el destino del hombre en numerosos ensayos
Vaivenes
Sábato ha sido un hombre que ha cultivado un compromiso con sus posturas políticas, lo que le ha valido numerosas diatribas, dado que manteniendo una posición independiente y moralmente valorativa sobre la condición humana ha sido pragmático, en el sentido más afín a su análisis personal.
De forma tal que en su juventud formó parte de la Reforma Universitaria, perteneció a la Fede, la histórica Federación Juvenil Comunista. Estremecido por el stalinismo, se alejó del Partido Comunista, lo que le valió las críticas de las corrientes intelectuales cercanas al Partido.
El hombre se está acostumbrando a aceptar pasivamente una constante intrusión sensorial, lo que termina siendo una verdadera esclavitud
Más adelante, tuvo una posición de reprobación del gobierno peronista. No obstante, siempre se ha dicho que valoraba la figura de Eva Perón. Por otra parte, consciente de las consecuencias sociales y políticas que se derivaron de la Revolución Libertadora, si bien al inicio formó parte del Gobierno -al ser designado interventor de la revista Mundo Argentino-, al conocer las torturas a obreros y los fusilamientos de José León Suárez, se alejó del cargo.
Sus reflexiones respecto a la contradicción que se le generó, lo volcó valerosamente en su ensayo “El otro rostro del peronismo. Carta abierta a Mario Amadeo”, que comienza diciendo: “aquella noche de septiembre de 1955, mientras los doctores, hacendados y escritores festejábamos ruidosamente en la sala la caída del tirano, en un rincón de la antecocina vi cómo las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados de lágrimas. Y aunque en todos aquellos años yo había meditado en la trágica dualidad que escindía al pueblo argentino, en ese momento se me apareció en su forma más conmovedora”.
Sin un compromiso explícito se lo consideraba cercano al desarrollismo en su momento. En los oscuros años de la dictadura cívico-militar, quedó marcado por el recordado almuerzo de los intelectuales y representantes culturales argentinos, el 19 de mayo de 1976, entre los que estuvieron Jorge Luis Borges y el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores Horacio Ratti, con el dictador Jorge Rafael Videla. En ese encuentro -que la Junta Militar promovió a los efectos de confraternizar y mostrar un rostro más humano-, salvo el padre Leonardo Castellani, ninguno de los otros presentes, incluso Sábato, hizo mención a los desaparecidos, cuando uno de ellos era el escritor Haroldo Conti. Tal pasiva actitud le mereció la crítica posterior de Osvaldo Bayer, entre otros intelectuales.
Sin embargo, a partir del año 1979, se acercó a la problemática de los desaparecidos. De forma tal que cuando el 15 de diciembre de 1983, a cinco días de haber asumido la Presidencia de la Nación, Raúl Alfonsín valiente y decididamente, con una clara consigna democrática, instituye la Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas, a fin de investigar y recabar los antecedentes, vía declaraciones y testimonios, de las violaciones a los derechos humanos, ocurridas en el marco del terrorismo de Estado llevado a cabo por la dictadura en las décadas de los ‘70 y ‘80, se lo inviste a Sábato como presidente de la Comisión.
En septiembre de 1984 se conoció el frondoso y encomiable trabajo realizado por los miembros de la CONADEP, en su informe final denominado Nunca Más. El prólogo fue suscripto por Sábato, y el final del mismo, es más que significativo y contundente respecto a la imprescindible memoria que debe primar en las conductas de los pueblos. “Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el período que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Únicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MAS en nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado”.
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