miércoles , 25 diciembre 2024
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El reino breve y magnífico de la escritora Ana María Shua

La obra de minificción de Shua ha merecido un amplio reconocimiento.
Trabajar en publicidad y en periodismo le ayudó a Shua a pulir la síntesis.

Reconocida en el ámbito hispanoamericano, Ana María Shua es escritora, periodista, guionista y profesora en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es creadora de universos poblados de impactantes historias. Sus libros de minificción han obtenido amplio reconocimiento en el mundo de habla hispana.

Osvaldo Aguirre (*)

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Autora de novelas, cuentos y microrrelatos, ampliamente reconocida en el ámbito de la literatura hispanoamericana contemporánea, Ana María Shua apuesta a sorprender al lector. Según dice, “la sorpresa debe estar en todos los elementos que confluyen en una obra literaria: en el lenguaje, en la historia, en el desarrollo del contenido”. La prueba inmediata se encuentra en los poemas que acaba de publicar en No son haikus, llamado así porque no sigue los preceptos tradicionales de ese género de la poesía japonesa aunque adopta su forma, diecisiete sílabas en tres versos.

“Tengo alrededor de 180 libros publicados, porque soy autora de literatura infantil. Algunos son quizá media página de texto y con eso y un buen ilustrador se hace un hermoso libro”, cuenta. Nacida en Buenos Aires en 1951, es autora entre otras obras de las novelas Los amores de Laurita, La muerte como efecto secundario e Hija; ha reunido sus microrrelatos en Todos los universos posibles, sus cuentos en Que tengas una vida interesante y tiene listo El cuerpo roto, un volumen de relatos que se publicará el año próximo en Argentina y en España. “Cada vez que termino un libro me tomo unos días de vacaciones”, dice, y entonces es el momento ideal para la entrevista.

–“Viene el poema, te cambia la mirada y te abandona”, dice uno de los poemas de No son haikus. ¿En qué cambia la mirada?

–En términos generales, la poesía exige una mirada que vaya más allá de lo que ve la mayor parte de la gente. Y exige una profundización en el lenguaje. El lenguaje ordena, clasifica, y tendemos a creer que podemos decirlo todo. En realidad, no es así en absoluto, porque por debajo sigue el caos inclasificable. La poesía atraviesa el lenguaje y toca ese caos, ese punto de confusión. Lo que muestra el haiku tradicional en particular es casi una foto, o más que una foto un videíto: son diecisiete sílabas en las que no debería haber metáfora y donde se trata simplemente de ver, de escuchar, y de transmitir esa particular sensación a los lectores.

–¿Esa mirada especial es exclusiva del haiku o también procede en la narrativa?

–En la literatura hay una necesidad de ir más allá de lo obvio. Pero en la narrativa la lucha es por dar sentido a lo que no tiene sentido. En la vida real no hay principio, desarrollo y final. El único final posible es la muerte. En la narrativa tomamos algunos elementos del caos infinito de la realidad y con eso armamos una maquinita que finge ser un mundo que se pone en movimiento con cada lectura. Entonces podemos darnos el lujo de contar una historia con principio, desarrollo y final y con eso dar sentido a algo que en realidad no lo tiene, algún significado a esta vida que nos perturba por eso, por la falta de significado.

Ahínco

–En tu obra la brevedad redunda en la mayor significación de los textos. ¿En qué consiste “trabajar con la fuerza del adversario”, como planteas en el libro Cómo se escribe un microrrelato?

–El microrrelato da por supuesto que el lector tiene una serie de conocimientos y trabaja con esos conocimientos. Para decirlo de la manera más elemental, si uno quiere escribir un microrrelato de tres líneas sobre Caperucita Roja puede confiar tranquilo en que el lector ya conoce la historia y no tiene qué explicarle la relación con el lobo ni qué pasa con la abuelita. En el haiku eso no pasa, se presenta algo que el lector no imagina.

–¿El microrrelato hace más evidente la cuestión de la técnica del escritor?

–Condensar el significado en diecisiete sílabas, como en el haiku, también exige una técnica. Yo trabajé quince años en publicidad y en esa época teníamos que hacer frases de radio de diez, quince y veinticinco palabras. Me encantaba la posibilidad de pescar el ritmo de lo que significan pocas palabras y que me salieran automáticamente las frases que pensaba. Los límites me dan mucho placer y el del haiku no es un obstáculo sino, al contrario, un marco y una ayuda para la creación.

“Una anécdota no es un cuento. No sé por qué exactamente, pero en un cuento uno se propone algo más”.

–¿El trabajo en publicidad, en las décadas del ‘70 y del ‘80, fue una especie de taller literario?

–En cierto modo, sí. En esa época no existía la carrera de publicidad y una buena parte de los redactores creativos eran escritores. Yo trabajaba con Ramón Plaza, un buen escritor y poeta del que ahora nadie se acuerda, con Guillermo Saccomanno, Fernando Sánchez Sorondo, Héctor Libertella. En particular, la publicidad tiene relación con la poesía, porque utiliza técnicas muy parecidas, aunque para obtener resultados diametralmente opuestos. 

“La poesía no se vende porque la poesía no se vende”, reza la frase acuñada por Guillermo Boido, y la publicidad se hace para vender. En la publicidad aprendí muchas cosas. Algo fundamental fue no depender de la inspiración. Cuando sos redactor creativo estás ahí para que se te ocurran ideas; el día que no se te ocurren ideas, te echan. Entonces, cuando dejé ese trabajo, dije: “quisiera trabajar así en literatura, pensando que el día que no se me ocurre nada me echan”. Había aprendido que ante la amenaza de que falte la musa –porque la musa existe– con esfuerzo, penosamente, quizá no con tanta gracia; de todas maneras, uno puede hacer aflorar textos.

Reincidencias

–El cuerpo es un tema muy presente en tu obra, por ejemplo, en las novelas Soy paciente y Gorda y en tu próximo libro de cuentos. ¿Por qué insiste?

–No sé. Cuando uno empieza a escribir piensa que va a escribir de todo, pero a medida que vas produciendo te das cuenta que hay temas que se imponen. Y uno no puede escribir de todo, escribe sobre los temas que por alguna razón le tocan la zona literaria. Cuando escribí Soy paciente, mi primera novela, pensé que eso tenía que ver con hospitales, enfermedad e internaciones, porque había un caso real, cercano. Pero después el tema empezó a aparecer una y otra vez en las novelas, en los cuentos. A mí me gustaban muchísimo las novelas de aventuras cuando era chica. Quizá la enfermedad y el amor sean las aventuras que puede tener cualquier persona. No cualquiera puede explorar el Amazonas, pero todos nos enfermamos y todos nos enamoramos alguna vez.

–No se puede escribir de todo, pero en tu caso al menos sí en varios géneros: novelas, cuentos, haikus, literatura infantil y juvenil.

–De hecho, empecé con un libro de poesía, El sol y yo. A mí me interesa toda la literatura. Y bueno, dime lo que lees y te diré lo que escribes. Como soy una lectora ecléctica también soy una escritora versátil. Con la literatura infantil, además, vi una posibilidad profesional y comercial que no tiene la literatura para grandes, y así fue. Hoy vivo de la literatura infantil, porque los libros para adultos se venden durante el año en que salieron; los libros para chicos, en particular si entran en la escuela, se venden todos los años.

Paseo lector

–¿Te mantenés al día con las lecturas o preferís determinados textos?

–Soy totalmente arbitraria en ese sentido. Leo libros que por alguna razón me inspiran curiosidad, otros que me recomiendan, otros por razones de trabajo. Ahora me invitaron a participar en una charla sobre Yasunari Kawabata. Yo había leído muchos libros de Kawabata pero me los había olvidado. Me acuerdo intensamente de El conde de Montecristo, porque lo leí a los 18 años, pero de lo que leí la semana pasada ya no, así que estoy releyendo con un enormísimo placer, igual que la primera vez. Voy leyendo así, hago una especie de mezcla entre novedades y clásicos. No intento mantenerme al día en particular en literatura argentina porque están apareciendo muchos autores nuevos y de alta calidad. Hay un semillero como no tuvimos nunca.

–“Si parece un poema, es un poema. Si no se sabe bien de qué se trata, es un microrrelato”, observás en Cómo escribir un microrrelato. ¿Ese carácter abierto del género es una ventaja o una desventaja para escribir?

–Lo veía más desde el punto de vista de la lectura que desde la escritura. Cuando uno escribe un microrrelato sabe qué está haciendo. Y también es un poco relativo: en mi primer libro de microrrelatos, La sueñera, tengo muchos textos que son más poéticos que narrativos. La clasificación es una cuestión que desvela a los críticos; a los escritores y a los lectores no nos importa tanto si algo está rigurosamente dentro del género o no. Uno quiere leer cosas que sean interesantes y valiosas, si es o no es un microrrelato me preocupa menos.

Contar historias

–La técnica del cuento está muy presente en la historia literaria, desde el énfasis en el desenlace como clave de la construcción que planteó Edgar Allan Poe a la tesis de Ricardo Piglia según la cual un cuento narra dos historias a la vez. ¿Cómo lo pensás?

–No encuentro una definición muy clara, pero pienso en la diferencia entre un cuento y una anécdota. Una anécdota no es un cuento. No sé por qué exactamente, pero en un cuento uno se propone algo más. Ahí vienen las dos historias de Piglia: hay una historia por arriba y otra por abajo. Muchas veces lo que uno se propone contar no es la anécdota del cuento sino esa otra cuestión que corre por debajo de los hechos. Un cuento trata de explicar el universo a través de la pequeña historia que cuenta. Uno busca ese detalle: generalmente no lo encuentra, pero lo intenta.

“La clasificación es una cuestión que desvela a los críticos; a los escritores y a los lectores no nos importa tanto si algo está rigurosamente dentro del género o no”.

–A propósito de la inspiración, yendo a un caso concreto en tu obra, ¿cómo surgió Hija?

–Yo tenía ganas de escribir un libro sobre la maternidad y sobre mis sentimientos alrededor de la maternidad. Pero no me gusta escrachar a la gente cercana. Otros escritores lo hacen, y lo hacen maravillosamente; después sus parientes los odian. Para mí era muy importante transmitir mis sentimientos sobre la maternidad sin hacer daño ni molestar a ninguna de mis hijas. Tengo tres, entonces tenía que crear una hija que fuera radicalmente diferente de cualquiera de ellas. Eso ya me fue orientando acerca de las características del personaje. Después apareció esa frase hecha de los padres, “a mí no me importa que mi hija tenga un título o éxito en la vida, sino que sea buena persona”. Ok, ¿y si no es una buena persona qué hacemos? Nosotros, argentinos psicoanalizados, estamos muy acostumbrados a pensar que los padres tienen la culpa de todo, pero no es obligatoriamente así.

–Esa novela se publicó en 2016, un momento de auge del feminismo. ¿Tenés en cuenta las discusiones contemporáneas al escribir?

–Siempre me consideré feminista, creo que hasta mi abuelita lo era. En la familia somos todas mujeres y cada vez que nacía una nena mi bobe decía “pobrecita”. Le preguntábamos por qué decía eso: “porque nació mujer”. Por suerte hoy las mujeres ya no somos pobrecitas. Pero durante muchos años, cuando yo era jovencita, no me daba clara cuenta de que ser mujer me imponía límites, porque me habían educado como persona. 

La idea para mí era que podía hacer lo que quería, como cualquier otra persona. Pero cuando tenía 19 años y salí a buscar trabajo como periodista, me di cuenta de que había pocas periodistas mujeres. Donde iba a hablar me mandaban a las revistas femeninas. Así fui a parar a la revista Nocturno, donde me publicaron los primeros cuentos.

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