Contrariamente a lo profetizado, la cultura digital no atenta contra el libro tradicional, aunque sí establece condiciones particulares de visibilidad y circulación. En la nota que sigue se aborda este asunto y también el papel de las editoriales boutique.
Ana Clara Pérez Cotten
Gracias a una investigación que articula el análisis de la masificación del libro a principios del siglo XX que alimentó la “edad de oro del libro argentino” y que indaga en la cultura nacional alrededor de las librerías y en fenómenos más recientes como la irrupción de la edición independiente y los influencers de la literatura, el doctor en estudios culturales Guido Herzovich formula con “Kant en el kiosco” un ensayo que resultó ganador del Premio Ampersand 2021. El paper recorre una serie de conclusiones y preguntas alrededor de la identidad del libro en Argentina.
“Se están reconfigurando rápidamente las condiciones de visibilidad y de circulación, y eso afecta a todos los actores del ecosistema del libro, desde las grandes corporaciones al último lector”, sostiene Herzovich al intentar un diagnóstico sobre un presente cambiante, para el cual se ampara en una investigación minuciosa que comienza a principios del siglo XX. Y entiende, además, que las nuevas dinámicas y modos de participación de esta era de algoritmos y redes sociales pueden significar el fin del período de masificación del libro, una hipótesis en apariencia temeraria pero que lejos está de hacerse realidad.
Herzovich es investigador del Conicet en el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires. Estudió Letras en la UBA y se doctoró en estudios culturales en la Universidad de Columbia. A continuación, se comparte lo más sustancial del diálogo mantenido.
–El libro condensa años de trabajo de investigación. ¿Cómo avanzaste y en qué contextos?
–Empecé con una pregunta muy concreta: quería saber por qué la crítica literaria argentina se había transformado tanto en los años cincuenta. Esta era una idea aceptada: que había habido una ruptura fuerte en esa década en que apareció la revista Contorno y empezaron a escribir David Viñas, Noé Jitrik u Oscar Masotta, que se entregaron a la crítica con una dedicación y una pasión inéditas. ¿Por qué la crítica se había vuelto un espacio de intervención tan importante en esos años? Lo primero que advertí es que los historiadores del libro también le daban mucha importancia a ese período: hablaban de la “edad de oro del libro argentino”, en referencia a los veinte años en el que Buenos Aires fue el primer productor y exportador mundial de libros en castellano, aproximadamente entre 1935 y 1955.
Traté de entender cómo se vinculaban esas dos transformaciones, pero el modelo que iba construyendo me obligó a extender el período y a investigar otros aspectos de la existencia social del libro: la circulación de literatura en los kioscos y las librerías, la aparición de textos en solapa o contratapa escritos por la editorial, la difusión de la publicidad, la ampliación de las secciones de reseñas en diarios y revistas y también cómo había cambiado el discurso mismo de las reseñas mientras todo lo otro se transformaba.
Las bases
–¿Cuándo supiste que había un hilo conductor para escribir un libro, a pesar de que, efectivamente, no es un libro de una sola idea?
–Lo que tenía que explicar era cómo se habían transformado conjuntamente la organización material de los libros (en las colecciones y los espacios de venta) y los modos de segmentación de los públicos. Esa es la articulación cambiante que tenía que analizar, la que hay entre los espacios de circulación de las cosas y los espacios donde se discute qué hacer con ellas (qué leer, cómo leer); es clave pensarla hoy otra vez para entender qué está pasando con las plataformas y los algoritmos.
En la primera mitad del siglo XX el público no sólo se amplió mucho, sino que también se diversificó, lo que significó que libros y lectores muy distintos empezaron a convivir cada vez más en los catálogos de las grandes editoriales y en las mesas de las librerías. Esa diversidad era muy confusa, y por eso se multiplicaron los discursos que trataban de intervenir sobre ella: la publicidad y la reseña son como hermanas mellizas que se llevan muy mal.
La pasión y la virulencia de la crítica de entonces se explican en parte porque los escritores y los críticos veían la aparición de editoriales más grandes y poderosas que nunca, veían la emergencia de nuevos públicos (de los que a menudo formaban parte ellos mismos), veían que el libro se convertía en una mercancía lanzada a un mercado más anónimo y veían que su circulación dependía de un entramado discursivo cada vez más abigarrado. Y salieron a intervenir con el mejor recurso que tenían, que era el discurso crítico.
–¿Cuáles son las conexiones más directas entre la historia de la masificación del libro en nuestro país y lo que denominas “presente algorítmico”?
–Cuando empecé a formular el modelo del libro, estaba convencido de que hacía una arqueología de nuestro presente: creí que estaba explicando de qué manera la existencia del libro actual se había constituido, a partir de transformaciones grandes y pequeñas, en el período 1900-1960. Pero cuando lo terminé y me senté a hacer un capítulo final con esa idea, me di cuenta de que tal vez no era así.
Al final, el postfacio de mi libro propone la hipótesis contraria: que las nuevas dinámicas y modos de participación de esta era de algoritmos y redes sociales pueden significar el fin del período de masificación del libro, lo que no significa en absoluto ni el final del libro ni del libro impreso.
De hecho, creo que la vitalidad extraordinaria de la edición independiente depende no sólo del abaratamiento comparativo de las tiradas pequeñas, sino también de las posibilidades de difusión y de construir comunidades que permite el universo algorítmico. A eso se debe también la aparición de ferias de editoriales independientes y de pequeñas librerías que trabajan principalmente con sus libros. Pero creo que se están reconfigurando rápidamente las condiciones de visibilidad y de circulación, y eso afecta a todos los actores del ecosistema del libro, desde las grandes corporaciones al último lector. Pasando, por supuesto, por los escritores, como muestra el último libro de Edgardo Scott, Escritor profesional, que es una protesta muy aguda frente a las condiciones de visibilidad actuales.
Mapas
–Sostenés que la proliferación de editoriales pequeñas “es contemporánea de la concentración, la corporativización, la trans-nacionalización y la retracción, en el espacio de la ficción literaria, de las grandes editoriales que protagonizaron la era de su circulación masificada”. ¿Cuál es la lógica que hace posible ese doble movimiento que, al menos en apariencia, resulta antagónico?
–No estoy seguro y me gustaría investigarlo. Pero es claro que son dos fenómenos contemporáneos: entre los ochenta y los años dos mil ha habido una cantidad fenomenal de adquisiciones y fusiones, que dejó dos megagrupos transnacionales de la edición en castellano, Penguin Random House y Planeta. Y desde los dos mil las editoriales pequeñas y medianas proliferan en toda América Latina, en parte porque los costos y las condiciones de visibilidad lo permiten, y en parte porque hay muchos escritores y lectores insatisfechos. ¿Son escenas antagónicas? Desde la perspectiva de las independientes, sin duda que sí. Pero no estoy seguro de que los grandes grupos sufran o lamenten tanto esa competencia. Al fin y al cabo, cada vez que un escritor la pega con un libro, viene uno de los megagrupos y lo ficha.
–De los libreros Moen a los actuales libreros que desde pequeños negocios intentan sostener la venta de libros bajo esquemas “boutiques”, que se dan sobre todo en los barrios, ¿cómo cambió el rol de los libreros y qué papeles jugaron a lo largo de la historia como actores culturales?
–Los Moen eran dos hermanos daneses que tenían una pequeña librería en la calle Florida, pero para los lectores cultos de entonces eran más importantes que Penguin y Planeta juntas. Ocurre que, en ese local, hacia 1900, se hacía todo: los Moen importaban libros de Europa, mandaban a imprimir los de autor local, los visibilizaban poniéndolos en su vidriera y ofrecían un espacio de tertulia donde se cruzaban escritores y políticos. Los libros estaban detrás del mostrador, eran carísimos y no cualquiera se metía a preguntar algo.
Para los autores de entonces, estar en la vidriera de los Moen era mucho más que estar en la tapa de Ñ. El proceso de masificación disgregó esas funciones: aparecieron los editores para publicar, los agentes y los representantes para importar libros extranjeros, y las reseñas y la publicidad complementaron las innumerables vidrieras en la tarea de visibilizarlo. Pero como las librerías grandes, que hoy son sobre todo las de cadena, tienen públicos muy diversos, uno nunca sabe si el libro que ve en la vidriera o en una mesa es para uno, y los libreros tampoco pueden conocer a todos los públicos que los visitan.
En las últimas décadas los grandes grupos de la edición se concentraron y publican cada vez menos literatura, lo que dejó un espacio para las editoriales independientes, que lograron construir un conjunto de escenas y de públicos claramente imantados. De esa sinergia están surgiendo estas pequeñas librerías boutique, curadas por libreros que a veces también son editores o periodistas y transmiten verdadera pasión por los libros.
“No podemos dejarles las recomendaciones a los algoritmos”: ese es el espíritu. Pero en verdad se trata de una realidad híbrida, de dependencias conflictivas: así como la publicidad de las editoriales hizo posible la proliferación de las secciones de reseñas, desde las cuales los críticos intentaban luego rebelarse contra las planitudes del marketing editorial, así también las nuevas librerías boutique dependen de las comunidades algorítmicas y al mismo tiempo salen a disputarles los modos de organizar los públicos. Queda la pregunta: ¿qué pasó con las revistas? ¿Qué pasó con la reseña?