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Adiós a Fernando Botero, el de las voluminosas figuras

Botero, rodeado de obras que lo han registrado como una marca.

La muerte de Fernando Botero da paso a la leyenda de un artista latinoamericano que logró el objetivo que tantos otros se fijaron: desarrollar una mirada única sobre el arte contemporáneo y ocupar un lugar significativo en la historia del arte.

Redacción EL DIARIO

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Fue una de las noticias de la semana. En su residencia del Principado de Mónaco, murió artista colombiano Fernando Botero, reconocido en todo el mundo por sus esculturas y pinturas de voluminosas figuras humanas, de humor y sensualidad, con las que desarrolló una impronta absolutamente propia.

En declaraciones periodísticas, su hija, Lina Botero, contó que “llevaba cinco días bastante delicado de salud porque había desarrollado una neumonía”. Luego indicó que “murió con 91 años, tuvo una vida extraordinaria y se fue en el momento indicado”, antes de recordarlo como una persona “que dedicó la vida a su país, que fue el tema de su obra artística”.

En efecto, Botero vivía en el exterior, pero continuaba ligado a la realidad de su país y su comunidad. En el último tiempo, había donado la escultura “La paloma de la paz” a la Casa de Nariño, sede del gobierno colombiano, en apoyo al proceso de paz con las FARC en 2016. Se trata de una pieza de bronce de 70 centímetros de altura, que representa una paloma blanca con el pico dorado, regordeta como todas las obras del autor.

Conocida la noticia, la alcaldía de Medellín anunció siete días de luto en la capital de Antioquia. Considerado como “el artista colombiano más grande de todos los tiempos”, Botero nació el 19 de abril de 1932 en Medellín y llegó a convertirse en uno de los creadores contemporáneos más reconocibles en todo el mundo al desarrollar una impronta absolutamente propia, en la que combinó humor y sensualidad.

Su obra adquirió características tan únicas que se convirtió en el creador de la corriente artística “boterismo”, caracterizada por personajes voluminosos que lo hicieron reconocido en todo el mundo, en donde buscaba resaltar “la sensualidad de las formas”.

“Es importante que cada persona descubra de dónde procede el placer ante una obra de arte. Para mí, el placer nace al presenciar la exaltación del volumen y la sensualidad de las formas”, había dicho el propio artista que se declaraba admirador de Piero della Francesca, Johannes Vermeer y Diego Velázquez.

Sus figuras corpulentas lo llevaron a abordar una gran variedad de temas, como reinterpretaciones de cuadros de los antiguos maestros, escenas callejeras latinoamericanas, la vida doméstica y retratos satíricos de personajes políticos. El volumen de sus personajes permitió al artista enfatizar y resaltar ciertos rasgos, aumentando su impacto.

Camino propio

La formación artística de Botero fue autodidacta, pese a que asistió a la Academia de San Fernando en Madrid y a la de San Marcos en Florencia. Sus primeras obras conocidas son las ilustraciones que publicó en el suplemento literario del diario El Colombiano, de su ciudad natal.

A los 19 años viajó a Bogotá, donde presentó su primera exposición individual de acuarelas, gouaches, tintas y óleos en la Galería Leo Matiz, y con lo recaudado vivió algún tiempo en Tolú. De su estancia allí saldría el óleo Frente al mar, con el que obtuvo el segundo premio de pintura en el IX Salón Anual de Artistas Colombianos.

Su momento “eureka” llegó en 1956 cuando vivía en Ciudad de México: el artista pintó una mandolina con un agujero de sonido inusualmente pequeño, lo que hizo que el instrumento adquiriera proporciones exageradas. Botero se sintió entusiasmado por estas posibilidades aparentemente nuevas, y esto encendió su exploración del volumen, que continuaría a lo largo de toda su vida.

“Yo soy un pintor del tercer mundo, crecí sin museos, sin pinturas, eso me obligó a tener una mirada fresca sobre el arte”.

“Mi mérito estuvo en darme cuenta en ese momento que había descubierto algo nuevo”, señaló, en varias oportunidades, sobre aquella tarde en que recibió señales de su futuro estilo, que le permitiría luego apropiarse y reinventar diversos temas del Medioevo, del quattrocento italiano y del arte colonial latinoamericano.

En 1977 expuso sus bronces por primera vez en el Grand Palais de París y en 1978 pintó su propia versión de la Mona Lisa, aunque con su característico estilo de figuras redondas y con curvas, un homenaje a Leonardo da Vinci y a una de las más famosas obras de arte de la historia occidental.

Gran creador

Botero fue además un escultor consumado que creó formas sorprendentes que se asemejan a una extensión de sus obras bidimensionales: sus piezas escultóricas se pueden encontrar en las calles de Medellín, Nueva York, París, Barcelona, Madrid, Venecia, Lisboa y Jerusalén, entre muchos otros lugares del mundo.

Hace una década, en el año 2013, el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires dedicó una gran exposición al artista colombiano bajo el título “Botero, dibujos en tela y en papel”, que reunió unas 50 piezas de su colección personal, con temáticas que se balanceaban entre el costumbrismo y el realismo mágico.

Entonces, se vieron en el Pabellón de exposiciones temporarias del museo una selección de obras -realizadas entre 1973 y 2011- hechas con acuarela, lápiz, pastel, tinta y carbonilla sobre papel y sobre tela.

“Recorrer la obra de Botero es irse de viaje en el tiempo y el espacio, asomarse a América latina. Salir a pasear por las calles de ese pueblito que fue la ciudad de Medellín. A través de su obra se puede ver el mercado, la iglesia, el burdel y las corridas de toros, las ventanas de esas casas de tejas coloradas con sus habitantes en pleno quehacer cotidiano, para escuchar sus conversaciones e impregnarse de esa atmósfera que huele a incienso y lavanda. Y tiene algo de fantástico”, decía el texto de sala.

En sus trabajos, Botero retrató también la vida del pueblo y sus personajes, sus atuendos, la arquitectura, los hábitos y los rituales, una manera de plasmar las distintas fuerzas que hacen de América Latina un sitio hispano y arcaico, moderno y exuberante.

“Yo soy un pintor del tercer mundo, crecí sin museos, sin pinturas, eso me obligó a tener una mirada fresca sobre el arte”, dijo alguna vez el artista cuyas obras se cotizan, en las subastas internacionales, entre las más caras del arte latinoamericano.

Además de ser un prolífico artista, ha sido coleccionista y ha donado cientos de obras de arte a su país, como las realizadas al Museo Nacional de Colombia, al Museo de Antioquia y al Banco de la República. Al Museo Nacional le donó 38 óleos, dos acuarelas y 27 dibujos, en diferentes años, mientras que a la institución de Antioquia entregó varias pinturas y esculturas.

Sin embargo, la donación más representativa es la del año 2000, con la entrega de una sala de escultura, una de pintura y una de dibujo de obras suyas y de maestros europeos de los siglos XIX y XX, además de 23 esculturas que dieron forma a la conocida Plaza Botero. En ese mismo año, donó al Banco de la República una colección de 208 obras, 123 de su propia autoría y 85 de artistas internacionales, con la que se fundó el Museo Botero.

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