En la idea de rescatar habitantes de la ciudad que alguna vez fueron parte de la historia cotidiana, el Profesor Miguel Ángel Andretto recogió, de borradores del presbítero Joaquín Otaño, relatos en los que éste había descripto algunos tipos populares y costumbres de barrio del Seminario viejo, que pueden ubicarse entre 1904 y 1914.
Griselda De Paoli
Especial para EL DIARIO
Los recuerdos no son copias exactas de informaciones o experiencias, sino que la memoria los reelabora en el momento de la recuperación. Recordamos aquellos sucesos emocionalmente significativos y solemos rellenar aquellas cosas que no recuperamos de la memoria que, si bien pertenece al individuo, también es un patrimonio del grupo porque forma parte de la identidad comunitaria, de la vida social y de la historia de los grupos.
Maurice Halbwachs hizo una apología de dicha memoria sosteniendo que “la memoria colectiva se sitúa dentro del grupo, mientras que la historia se ubica fuera de él” considerando, además, que mientras la primera se sustenta sobre las tradiciones, la segunda lo hace sobre los hechos y los sucesos.
Algunos de nuestros vecinos notables, nos han dejado retazos de su propia memoria o han ido más allá y han buscado los relatos de otros, que le precedieron, siempre en la idea de rescatar lo que fue y agregar protagonistas y detalles que alguna vez fueron parte de la historia cotidiana, ausentes hoy en nuestro paisaje urbano, alimentando la idea de que existe una fuerte relación entre la memoria, el modo de vivir, la identidad y el espacio urbano.
El Profesor Miguel Ángel Andretto recoge, de borradores del presbítero Joaquín Otaño, relatos en los que éste había descripto algunos tipos populares y costumbres de barrio del Seminario viejo, que pueden ubicarse entre 1904 y 1914. Su testimonio fue rescatado en la Revista 200 Años. Rescate de la Memoria de Paraná, editado por la FHAyCS-Uader, en 2013.
El inevitable avance del progreso – sostenía Andretto, lo invadió todo: el asfalto, la extensión de las redes cloacales y de la luz eléctrica y otras tantas formas de urbanización, que modificaron no sólo la estética de la ciudad, sino también la de sus habitantes, la de sus relaciones sociales.
Nos habla él de “los relatos de Fernández Otaño” en relación con “el inolvidable almacén de Urquiza y Ferré, almacén de barrio donde se jugaban partidas de naipes, que con frecuencia se prolongaban ante una garúa o una lluvia torrencial. Algunos parroquianos, de indiscutible origen italiano organizaban sobre la marcha, un coro de aficionados, cuyo repertorio constaba de trozos de conocidas óperas de su país. A menos de una cuadra del lugar, en la plaza
Juan B. Alberdi, también conocida por la plaza del Seminario, había un estanque -pero no como “el de los lotos” de Amado Nervo-, ubicado sobre el lado que da sobre calle Rioja, el autor de las Bases, de no haber desaparecido aquél, los podría observar tranquilamente…
“Era un charlo lírico, lleno de voces: las había para todos los gustos; desde el ronco bajo de los escuerzos, hasta lo poco menos que atiplados de las ranas. El coro, que se renovaba año a año, solía muchas veces acompañar a los tenores, quienes, concluidas las audiciones del almacén cercano, acostumbraban el trayecto del regreso a sus casas, continuar el tarareo de trozos de Verdi o de Donizetti.
De todo ello sólo queda el recuerdo recibido a través de la tradición oral, y hoy el mencionado paseo público integra un tramo de la incorporación de un nuevo sector a la ciudad pujante y ávida de futuro”.
DOS ESTAMPAS SINGULARES
Otro de los relatos rescatados por Andretto, nos habla de una estampa inconfundible para los pobladores de la época. “Relatos trasmitidos hasta nosotros dicen que Doña Paulina iba ridículamente vestida y con un chal que le colgaba por la espalda. Con el cabello en desorden y un garrote, al que jamás abandonaba, hablaba desvergonzadamente de todo, pues su lengua se soltaba por la frecuencia de sus libaciones. Se la veía recorrer las cercanías de la Plaza Alberdi, y a veces se detenía a escuchar, por supuesto que mecánicamente, las clases del Seminario.
Una mañana oía una clase de Teología, en la que se hablaba en latín; y tras esperar que el profesor finalizara su exposición, inconscientemente, pero con cierto dejo de razón, dijo “Amén” y prosiguió con su andar. Un día desapareció y no se supo más de ella. ¡Pobre doña Paulina Ceballos!”
Finalmente, el Profesor rescata de los borradores de Fernández Otaño, al afilador francés para decirnos que “el vecindario de la época, al igual que a doña Paulina, conoció un afilador de origen francés, quien profería gritos inconfundibles y era objeto de frecuentes chanzas y faltas de respeto de la chiquillada que pasaba por el lugar. La mayoría de ellos eran comisionados por sus familias para proveerse de alimentos y otros recados, misión que se dilataba por los partidos callejeros de juegos como los de las bolitas o las argollitas. Una tarde se aproximó a un agente de policía y le advirtió que los muchachos le arrojaban piedras y le hacían blanco de las más hirientes pullas.
–¿Quiénes son?, interrogó el guardián del orden.
–Yo no sé; hay tantos burros de la misma color… Lo que sí sé es que ellos tiran piegras y vos no mueves las piegnas.
– Agradecé que no te llevo, apuntó sentenciosamente aquél. Ante la inesperada conclusión del diálogo, se alejó del lugar mascullando protestas entre dientes, por no haber podido sofocar la reacción infantil, que a pocas cuadras volvió a hostigarlo con sus pesadas bromas”.
“En el hoy están los ayeres”, expresó Jorge Luis Borges.
El eco del pasado sigue sonando en formas resignificadas por sus usos presentes: la esquina del bar, un personaje singular, o alguna anécdota que describa la particularidad de un tiempo, aunque hoy sea el escenario de expresiones de vida distintas, nuevas.