sábado , 23 noviembre 2024
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Con la atención puesta en la suerte de las mujeres

María Elena Walsh, siempre vigente en el cariño de muchas generaciones.

Dueña de una obra imperecedera, María Elena Walsh tuvo un claro posicionamiento en relación a la mujer. Esa cosmovisión surge con nitidez en unos textos inéditos, recién publicados, de la cantante, compositora y escritora argentina.

René Salomé

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Mucho antes del colectivo Ni una menos y de que los movimientos de mujeres eclosionaran en Argentina, la escritora, poeta, dramaturga y cantautora, María Elena Walsh ya entonaba canciones incómodas en las que cuestionaba los rígidos roles asignados a mujeres y varones, y se manifestaba contra la misoginia y la violencia machista.

“Quien no fue mujer / ni trabajador / piensa que el de ayer / fue un tiempo mejor / y al compás de la nostalgia / hoy bailamos por error”, escribió en su canción Orquesta de señoritas, publicada en 1976, año en el que Argentina entraría en una de sus etapas más oscuras con la llegada al poder de la última dictadura cívico-militar.

Ahora, un libro reúne escritos de María Elena Walsh producidos a lo largo de medio siglo -varios inéditos y todos de sorprendente actualidad-, en los que la artista demuestra por qué es una de las pioneras de los movimientos de mujeres en el país.

El feminismo, editado por Alfaguara, es una compilación de todos esos textos “lanzados desde diarios y revistas, columnas radiales, discos y escenarios como piedras preciosas y filosas”.

Escribe Walsh: “Las mujeres, como los negros, los colonizados, la clase trabajadora, a medida que tomamos conciencia, menos queremos dádivas; queremos lo que nos pertenece por derecho y nos arrebatan día a día, es decir, todo. Las mujeres, que fuimos custodias de la vida -para que fuera rifada en guerras-, queremos más que nunca defenderla de los fabricantes de muerte. Pero según, cómo y cuándo lo determinemos nosotras”.

La palabra de Walsh

Unos pasajes de Walsh ayudan mejor a hacernos una idea de su mirada.

Victoria Ocampo ya no puede replicar, ajustar cuentas en prolijas esquelas azules, agregar un “Testimonio” o rezongar en los diarios como una lectora más. Sin embargo, es posible imaginarla corrigiendo algunas omisiones deslizadas en los recordatorios que ahora se le dedican. Sus puntos de vista son claros y nos los ha repetido didácticamente, no sólo en su obra sino en rotundos conceptos que dejó caer para quienes tuvimos la suerte de recogerlos y compartirlos. Por espíritu de justicia quisiera revivirlos, porque sin ellos su imagen resulta arbitrariamente distorsionada.

Dice nuestro querido Ulyses Petit de Murat en un semanario argentino: “Otra vez le pedí (a Victoria Ocampo) un breve ensayo sobre Hernández. Me escribió diciéndome que don José era su pariente, por los Pueyrredón. Pero que no tenía muchas ganas de ocuparse de él, ya que él no se había ocupado en el Martín Fierro casi para nada de las mujeres. Le pedí permiso para publicar la carta y me lo concedió. Así quedaron más notorias las fugaces apariciones de la china del protagonista, de una negra y una cautiva. ¿Feminismo de Victoria? No, integración humana… etcétera”.

¿Y quién dijo que el feminismo no es integración humana? ¿Y quién dijo que Victoria no era feminista? ¿Es que una dama tan culta, tan bella, académica para colmo, no puede, mejor dicho, no debe ser feminista?

Dejemos que ella misma responda, y conste que sólo elijo párrafos al azar. “La palabra feminismo asusta a muchas personas. Sobre todo, a las que le temen al ridículo. Pues como bien se observa en un libro recientemente publicado sobre las luchas de las feministas, se conserva de ellas la caricatura y se ve a la feminista como una vieja agresiva, agriada por su falta de pretendientes en la juventud, mal vestida, sin encantos femeninos, etc.”. (Testimonios, 9.a serie, 1971/74).

“Lo poco que he hecho en mi vida (y no lo califico de poco por falsa modestia sino porque mis planes eran más ambiciosos) lo he hecho a pesar de verme privada de las ventajas de ser hombre. Pero a ese poco no habría alcanzado de no tener inconmovible convicción de que era necesario luchar por darle el lugar que le correspondía a la mitad de la humanidad. La lucha, en mi caso, consistía en obedecer a una vocación: la de las letras. Vencer en ese sector, así fuera ínfima la victoria, era ayudar al gran movimiento de emancipación que estaba en marcha”. (La Nación, 9 de enero de 1966).

Victoria Ocampo dedica a la mujer un número de la revista Sur (1970-71). Lo publica contra viento y marea y opiniones adversas, según confiesa. Pero ella insiste en solidarizarse con sus hermanas de sexo, aunque con la carnal, Silvina, se indigna en otras páginas a propósito del tema. (Testimonios, 9.a serie).

“En realidad, lo que más me importa en la vida es el feminismo y la no violencia”, me confesó hace unos años, entusiasmada con la toma de conciencia de las mujeres y las pacíficas batallas emprendidas por Martin Luther King en favor de los negros.

Sin embargo, en muchas de las reseñas que le están dedicadas se prefiere silenciar lo que bien podría llamarse su ideología, aunque los ideólogos de machacamartillo sonrían sobradores. Se prefiere circunscribirla a su papel de cronista y sobre todo al de promotora de cultura, más inofensiva, menos rebelde, más “femenina”. No queremos verla preocupada por el entorno político, social, cultural en más amplio sentido. Mucho menos verla comprometida con causas extravagantes.

El feminismo, en pocas palabras

En su libro, Walsh dice que el feminismo “es una respuesta al odio que la sociedad masculina, pasada y presente, siente por la mujer. Es una toma de conciencia individual y grupal. Es búsqueda de fraternidad entre las mujeres. Es justa indignación. Es conocerse a sí misma, no competir con el varón. Es denunciar la segregación. Es comprender que muchas desgracias femeninas no son ordenadas por Dios ni la Naturaleza sino por los hombres para su comodidad. Es pretender reinar no sobre los hombres, sino sobre nuestros propios cuerpos y destinos. Es rechazar las imágenes con que la sociedad nos encasilla: prostitutas o diosas, mártires o brujas. Es comprender que vivimos deformadas y traicionadas por una educación falsa. Es comprender que todas las revoluciones que trajeron algún progreso parcial no contemplaron los problemas específicos de la mitad de la humanidad. Es buscar la libertad sin atender a dómine o que nos sigan señalando cuándo, cómo y cuánto. Es querer integrarnos a la sociedad como criaturas enteras, no sólo como madres y amas de casa. Es querer, una vez integradas, cambiar radicalmente una sociedad basada en la violencia, la explotación y la represión.

Es señalar y combatir la misoginia, porque lo que empieza por una simple palabra puede terminar en quema de brujas o campos de concentración. Es comprender que las mujeres excepcionales no hacen sino confirmar la regla general. Es rechazar milenarias etiquetas. Es comprender que la caridad empieza por casa, pero casa es el mundo. Es darse cuenta de que las excepciones poco cuentan porque todas las mujeres tenemos los mismos problemas.

La lucha por ser valorada

María Elena Walsh nació en la localidad bonaerense de Ramos Mejía, el 1 de febrero de 1930. Fue la hija menor de un matrimonio inmigrante integrado por un ferroviario con raíces inglesas e irlandesas, y una madre argentina hija de andaluces.

Su infancia se desarrolló con mucha libertad, decidió irse a estudiar a la Capital Federal, en la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano, y al poco tiempo se dio cuenta que se le daba mejor escribir. Fue por ese camino y publicó sus primeros poemas en diferentes medios de comunicación. El primero en la Revista El hogar, a sus 15 años.

Al fallecer su padre, en 1947, publicó con sus ahorros Otoño imperdonable, celebrado por Juan Ramón Jiménez, Jorge Luis Borges y Pablo Neruda. De a poco empezó a formar parte de un selecto círculo literario, que significó un choque para su familia, que era trabajadora y de bajo perfil. Jiménez la invitó a hospedarse una temporada en Maryland, Estados Unidos, a modo de beca para mejorar su escritura, aunque una década después, en un artículo de la Revista Sur, se animó a describir al autor de “Platero y yo” como una persona distante.

“Siempre me he sentido borrada a su lado, como si sus ojos me estuvieran corrigiendo, culpable de no ser ángel de la perfección poética o demonio de la belleza total. Él ansía diálogo, pero lo imposibilita. Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, cubrirme de una desdicha que hoy me rebela”, expuso.

Walsh se alejó de la elite literaria y exploró otras manifestaciones artísticas como el universo musical.

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